29 octubre 2017

TROYANAS



TROYANAS
Autor: Eurípides
Traducción y Versión: Alberto Conejero
Dirección: Carme Portaceli
Reparto: Ernesto Alterio, Maggie Civantos, Alba Flores, Gabriela Flores, Miriam Iscla,
Pepa López, Aitana Sánchez-Gijón





El deseo de que se alce el telón al entrar al teatro ya no existe.  La mayoría de las veces, cuando ocupamos la butaca, el escenario ya está a la vista del espectador.  Llegué esta vez por los pelos. Tras un atasco, un trasbordo en autobús y una carrera apoteósica desde la Plaza San Miguel, entré en el hall del Principal sin aliento, subí las tres plantas y me aposenté en mi localidad (¡gracias al personal del Teatro, sois fantásticos!). Por no molestar, ni siquiera me quité el abrigo (tengan en cuenta esto todos aquellos que no paran de toser, moverse e incluso hablar bajo durante toda la representación, por no mencionar lo de los malditos móviles, que cuando no suenan, vibran). Tuve tan sólo unos segundos para observar el espacio en el que se desarrollaría la historia. La luz roja  lo inundaba todo, todo rojo como la sangre. Suelo esparcido de cadáveres cubiertos con sábanas, atados con cuerdas. Una gran "T" blanca inclinada, caída, con la palabra Troya. Todo nos inicia en lo que vamos a ver, una historia sobre la Guerra allí acontecida hace miles de años.

La historia está versionada de manera que se entinede como si fuera un texto actual (gran trabajo de Alberto Conejero, una vez más). El vestuario está a caballo entre túnicas griegas blancas, pies descalzos, ropas de color azul apagado y botas negras. 


Si bien el comienzo es un monólogo correcto de Taltibio (Ernesto Alterio), mensajero de malas noticias para las Troyanas ya vencidas, la historia realmente cobra vida cuando las mujeres van apareciendo en escena con un ritmo pausado magnífico (ritmo que Alba Flores conserva durante toda la representación extraordinariamente). Imágenes de territorios arrasados por la guerra que lo inundan todo. Para mí uno de los momentos más impactantes.

El mensajero informa a las Troyanas del destino que les ha tocado a cada una de ellas tras ser sorteadas entre los griegos como motín de guerra. Una tras otra nos hacen partícipes de sus vivencias durante esa guerra, de sus miedos por la vida que les espera, de su valentía para sobrevivir a todo ello. El momento dramático más álgido llega con la noticia de que los griegos han decidido dar muerte al hijo pequeño de una de ellas. Lo arrojarán desde la muralla del acantilado. Momento que no se ve, sólo se intuye  por el sonido de un golpe hondo que estremece.

Las interpretaciones son correctas, pero algo falta. 

Cuando voy a ver una tragedia griega, espero desgarro, y no lo sentí. Cuando una madre recibe la noticia de que van a matar a su hijo (unos 8-10 años), o rememora ser huérfana de los que ya perdió, además de gritos perfectamente estudiados y trabajados, necesito ver ahogo y rabia, puñetazos en el suelo con la mano cerrada y miedo. 
Cuando Helena de Esparta se enfrenta a Hécuba para decirle que quizás la culpa de la guerra no sea de ella, sino de su hijo Paris (Príncipe de Troya que la raptó y que originó el enfado de su marido griego), necesito ver algo más que lo que parece una conversación educada entre enemigos.
Sí que vi realidad en la escena en que Taltibio agarra al niño para llevárselo y él escapa. De hecho, creo que incluso el niño se asustó de verdad.
Salí del Teatro con la sensación de haber visto una representación perfectamente trabajada en ritmos, tiempos, dicciones. Una escenografía, iluminación, vestuario y sonido de notable. Unas interpretaciones adecuadas. Pero en su conjunto, con la sensación de ser una historia difícil de creer en algunos instantes. Una tragedia que en los momentos más dramáticos carecía de amargura. 
Será que tanto teatro correcto ya no basta. Hay que hacer que sea verdad, no es suficiente con que sea solemne.